El estreno de “Vino para robar”, que transcurre en bodegas y viñedos de Mendoza, es excusa para rescatar una serie de títulos de ficción y documentales donde el vino juega un rol principal.
POR DIEGO MATE
En la última década el cine empezó a interesarse por el vino. Es que, desde siempre y salvo honrosas excepciones, en las películas el vino es algo que se toma para acompañar una comida, amenizar una velada, asegurar una conquista romántica o simplemente para emborracharse; el vino no pasa de un motivo decorativo, un lugar de paso sobre el que se construyen otras cosas como la historia o el suspenso.
No hace mucho que en el paladar el cine, históricamente poco y mal cultivado, algo empezó a cambiar. Fijar una fecha precisa resulta difícil, pero es probable que una película como Ratatouille (Brad Bird, 2007) exprese ese cambio: ahora el cine atiende a los sabores y se pregunta por sus texturas, sus combinaciones y hasta por sus efectos en la calidad de vida: no vive igual el que come bien que el que come mal, como le explica la rata Remy a sus congéneres acostumbrados a la basura y a las sobras. Pero Ratatouille se ocupa sólo del buen comer y muy poco del vino: cuando se descorcha un Chateau Latour 61’, el chef Skinner sólo quiere confundir al protagonista para descubrir su secreto. En realidad, en 2004 se había filmado un equivalente a Ratatouille en materia vinícola.
En Entre copas, Alexander Payne cuenta la historia de dos amigos que realizan un viaje por bodegas del interior de Estados Unidos. Miles es un conocedor capaz de apreciar hasta los más mínimos detalles de un vino y se propone iniciar en sus misterios al tosco de Jack. La película sigue con atención los pormenores de la degustación y hasta brinda una serie de tips para el principiante: agitar circularmente la copa, oler metiendo la nariz bien adentro, pasar el vino por toda la boca. La pasión de Miles lo lleva incluso a desdeñar el merlot y a elogiar el pinot noir por su elegancia y por el esfuerzo que representa el cuidado de la uva. La película fue responsable de elevar dramáticamente las ventas de pinot noir y de frenar las de merlot(la respuesta llegaría en 2008 con un documental cuyo fin declarado era revertir la tendencia: Merlove , dirigido por Rudolf N. McClain).
Lo cierto es que antes de Entre copas fueron muy pocas las películas que hicieron del vino algo más que un mero tema de fondo. La historia del cine es rica en ejemplos. En Quiero decirte que te amo (Lawrence Kasdan, 1995), con Meg Ryan, la bebida, además de contribuir al estereotipo de los franceses como sucios, amantes virtuosos y cultores del vino, cumple una función narrativa precisa: descubrir el costado sensible y romántico que oculta Kevin Kline, un ladrón de buen corazón que aspira a recuperar la viña familiar perdida por él mismo en una mano de poker. A su vez, Un buen año (2006, uno de esos tantos pasos en falso de Ridley Scott), desaprovecha el escenario de una antigua finca para contar la historia de un despreciable corredor de bolsa en plan de reaprendizaje de las cosas simples. El vino se vuelve una metáfora aburrida del reencuentro con el pasado y del redescubrimiento de la naturaleza y el amor, todo eso resumido en la figura de una Marion Cotillard más afrancesada que nunca. La película es tan mala como el vino familiar de La Siroque (que nadie puede tragar) y la torpe comedia física de Russell Crowe.
Vino picado también hay en otra comedia, aunque esta sea infinitamente más inteligente que la de Scott: se trata de Los paranoicos (2008), la ópera prima de Gabriel Medina. Allí, Daniel Hendler compone a un chico perdido y desconectado de los demás, pero con la sensibilidad suficiente para detectar que una caja entera de vinos está pasada, mientras que los otros comensales no notan la diferencia. La escena que sigue ya debería ser un clásico (aunque dislocado y un poco inquietante) del humor argentino: Gauna se queja con el chino del supermercado, los dos se gritan y ninguno entiende lo que dice el otro hasta que el personaje le revienta todas las botellas en la puerta del local.
No se puede olvidar El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991): allí no se muestra efectivamente ningún vino, pero la imagen de un hígado humano acompañado con un Chianti que evoca Hannibal Lecter no se borra de la mente con facilidad. Otra imagen para el recuerdo es la del mozo de Steve Martin en Los Muppets: La película (la de 1979): maleducado, sobrador y en pantalón corto, el comediante les trae a René y Piggy una botella de un muscatel burbujeante, “uno de los vinos más finos de Idaho”. Martin prueba el vino, lo escupe con asco y les dice que es una excelente elección. La lista de películas podría seguir interminablemente.
Además de Entre copas , una de las películas que llegó para poner el vino en el centro del mapa cinematográfico fue Bottle Shock (2008), nunca estrenada localmente. La historia está basada en el Juicio de París de 1976, una cata internacional en la que por primera vez los vinos californianos de Napa Valley vencieron a los franceses en una degustación a ciegas. El director Randal Miller logra colar entre la ficción una enorme cantidad de información sobre la producción, venta y valoración de los vinos, desde las dificultades económicas de los pequeños productores norteamericanos, pasando por los prejuicios de los enólogos y la crítica hasta llegar al rarísimo incidente del chardonnay que se vuelve marrón de un momento a otro (un fenómeno curioso que sólo se produce temporalmente cuando no entra nada de oxígeno en la barrica). La película es muy entretenida y se permite toda clase de excesos encantadores a pesar de su origen verídico, como que el mexicano Gustavo, un empleado que produce vino a escondidas de su despótico patrón, logre un tinto que de tan bueno hace llorar al que lo toma.
Otra película fundamental, ya del lado del documental, es Mondovino , ganadora de la Palma de Oro de Cannes en 2004. El director Jonathan Nossiter ( sommelier con experiencia en restaurantes de todo el mundo) relata el conflicto que divide al universo del vino entre las fincas de pocas hectáreas que producen un vino con características locales y las grandes empresas que, de la mano de críticos y enólogos, estarían homogeneizando y achatando el gusto del público al ofrecerles vinos cada vez más suaves, agradables y parecidos entre sí. La pelea por el mercado alcanza incluso a gobiernos regionales, y especialistas como el polémico Michel Rolland trabajan codo a codo con productores de gran envergadura para ayudarlos a conseguir un vino de proyección internacional. El documental intenta darle el mismo espacio a las voces de las bodegas tradicionales que explotan las particularidades del terroir como a los líderes de monstruos empresariales al estilo de la californiana Mondavi, pero el desprecio poco disimulado que el director siente por la disputa se traduce en una distracción permanente de la cámara y en su obsesión por los perros que colman la película.
Menos conocida es Blood into Wine (Ryan Page y Christopher Pomerenke, 2010), un documental que retrata la lucha de Manyard James Keenan (líder de Tool, A Perfect Circle y la menos prestigiosa Puscifer) por tener su propia bodega en el suelo imposible de Arizona. Los directores cuentan con un material enorme: la posibilidad de acompañar a una famosa estrella de rock alternativo durante sus comienzos en la producción vinícola y retratar las penurias de un recién llegado al negocio como él. Keenan es un personaje fascinante que alterna entre el artista atormentado que ahora quiere expresar su mensaje a través de una botella de calidad y el cómico amable que se presta a reírse de sí mismo y a ser burlado constantemente por los directores. La película le dedica tiempo a explicar la manera en que se utilizan palabras para definir un vino como “frutal”, “madera”, “robusto” o “chocolatoso”, y también se escucha parte de lo que tiene para decir la crítica, en especial el influyente James Suckling de la revista Wine Spectator (también aparece en Mondovino ), amigo de Keenan que llega a Arizona para probar el vino con una valija especial en la que protege celosamente su copa personal. En la misma línea, aunque con mucha menos gracia, está From Ground to Glass , documental que sigue al director Robert DaFoe en sus intentos por convertirse en productor vinícola de la noche a la mañana, casi sin infraestructura ni capital.
Alejada de todas por igual se ubica la argentina El camino del vino (2010),mockumentary de Nicolás Carreras que recorre el ambiente del vino local con sus celebridades de la mano de Charlie Arturaola, un sommelier que pierde repentinamente el sentido del gusto y ahora debe iniciar la búsqueda de un misterioso mejor vino, que supuestamente habrá de devolverle el don.
En cierta medida, el cine actual se parece un poco a Keenan con su curiosidad y sus ganas de aprender: un poco a los tumbos, tímidamente surgen las primeras películas que se interesan verdaderamente en el mundo del vino. Como cualquier principiante, el cine pareciera haber empezado a educar el paladar y a prepararlo para el contacto con sabores nuevos. Estas películas son el fruto de las primeras incursiones en los terroir y en las grandes bodegas con olor a roble.